jueves, 11 de diciembre de 2008

Divorcio




Me dice usted que no lo entiende.
A pesar de todos esos títulos colgados en la pared, aquí, la licenciatura, allí el doctorado, todos esos másters, y me dice que no lo entiende.
Y es que usted es hombre. ¿Cómo lo va a entender? Para ustedes lo único que les preocupa de un divorcio es que la nueva sea más joven que la que se deja.
¿Cuál de todos es usted en esa orla? No se me moleste, pero entonces tenía más pelo.
Todas teníamos más cosas. A veces me parece que vivir no debería contarse por los años que ganas sino por las ilusiones que pierdes. Sería divertido, ¿qué edad tienes?, preguntaríamos. Menos diez ilusiones. ¿Menos diez?, nos dirían las vecinas, pues chica, no las aparentas, no te hubiera echado más de menos tres. ¿Qué crema empleas?
Nosotros también aparecíamos en la orla. Yo en la M, de Martinez. Él en la H. Yo creía que de Hinojosa pero luego supe que era de Hijodeputa.
No se ría de ese modo. Lo digo como lo siento. Ya sé que no debo decir eso delante del juez. Allí debo llorar y contar su infidelidad y el daño que me ha hecho… El papel de mujer hundida. A ustedes, los hombres, eso les puede. Les aflora el complejo de caballeros andantes.
Pero yo no estoy apenada ni hundida. Estoy rabiosa. No puedo perdonar. Y no deseo únicamente alejarme de él, también quiero hacerles daño.
A los tres. A él y a ella dos.
Él pagará en los juzgados, pienso estrujarle ese sueldo de director de banco hasta que lo vea arrastrase. Pero ellas… A ellas las quiero ver tiradas en la calle, emplastadas en la acera como dos cagadas de pájaro… Con ellas no hay piedad, porque no hay piedad con las traidoras, con las perras que muerden la mano que les da comer, con las desagradecidas.
Tampoco me mire con esa cara, hombre. No tiene que entenderlo. No le pagaré porque lo entienda. Ustedes, los hombres…
Al principio, él era como todos son al principio: atento, divertido (cuánto me hacía reír, después de hacer el amor, se dibujaba una cara en el pene y me contaba chistes poniendo voz de dibujo animado), también me traía flores de vez en cuando. Yo las ponía sobre la mesilla, con la luz del amanecer parecía que todavía estuvieran vivas. Cuando se marchitaban traía otro ramo.
Fue más tarde, no sé decir cuando. Las mujeres sentimos el tiempo de otro modo. Nuestros calendarios se marcan por el cariño. Un pedazo de saliva es un minuto, la piel desnuda un día.
Tal vez fuese después del primer aborto, no sé…
Simplemente fue. Un día te levantas y las flores están secas.
Luego son detalles. Las caricias en la espalda, por ejemplo. Sus manos ya no me recorrían, comenzaron a centrarse en ellas. Ingenua de mí, yo creía que era mí a quién tocaba pero sólo las amaba a ellas. O los besos antes de irse, dejaron de ser en la mejilla, me levantaba la camiseta y le daba uno a cada una. Me pedía que me vistiese ésta o esa otra camiseta, que me hacían un bonito escote, decía, su mirada ya no buscaba en mis ojos, siempre pendiente de las dos, metiendo el dedo en el espacio que las separa.
Te das cuenta. Ya no eres tú. No te ama, te ha cambiado. Por un tiempo te mientes, dices que volverá, lo cuentas a las amigas, dicen que eso es bueno, que le gustas, pero en tu interior sabes que no es así.
Te está engañando. Ya no te ama. Se va con las dos. Les hace el amor a ellas, les habla a ellas. Un día te despiertas, haces café, te miras en un espejo y las oyes cuchichear, se ríen de ti.
Así que, doctor, me da igual que no lo entienda. Quiero lo que he pedido, que me las quite, que me las corte, quiero ver cómo gritan. Quiero ver cómo tienen miedo.
Quiero ver la cara de él cuando nos veamos en el juzgado.

domingo, 16 de noviembre de 2008

Limpiar el polvo



Borro tus pasos para que no me sigas. Seco los dedos humedecidos, los vientres convertidos en lagos. Meto el calzoncillo debajo de la cama, tiro el condón, antes he hecho un nudo. Vuelvo a colocar las fotos.
Ayer perdimos; fallé cuatro canastas fáciles.
Regresas, dices que me quieres.
La habitación está limpia.
Podemos volver a empezar.

lunes, 20 de octubre de 2008

A caldo



Un poco más de sal…
Cuando estoy malita me gusta prepararme un buen caldo. Eso es porque no tengo el carné de madre. Si tuviera el carné de madre sabría que lo mejor para el constipado son las natillas. Una madre hubiera bajado al super y te hubiera subido doce natillas. Con eso se arregla todo. Que tienes cáncer, pues una verdadera madre lo soluciona con unas natillas.
Si las madres fueran médicos, en lugar de vacunas darían natillas a los bebes. Cuando mi madre vivía, con le primer estornudo, me obligaba a meterme en la cama, bajaba al super y subía cargada con su bolsa de natillas.
Pero mi madre ya me lo decía ya, mientras me enterraba en mantas y me ahogaba con las natillas: hija mía, tú no valdrás para madre, tú sólo vales para matarme a disgustos. Ay, cristo bendito de la amapola sangrante, qué cruz de chiquilla.
Remuevo bien y tapo. La carne debe cocer lentamente para sacarle toda la sustancia.
Luego, cuando esté bien blanda, haré croquetas con ella.
Recuerdo a mamá leyéndome la Biblia por la noche antes de dormir. Adán y Eva. Era lo que más le gustaba. Igual eso le recordaba la época que fue feliz con mi padre.
Fuese mi padre quien fuese.
Porque mi madre nunca me lo quiso decir, ni a mí ni a nadie. Si se me ocurría preguntar, me cerraba la boca con esos bofetones suyos secos, silenciosos. Y luego, antes de dormir, mientras la cara me ardía, toma, Adán y Eva, la costilla, el árbol, la puta manzana y ale, a la calle, a ganarse la vida arrastrando el culo por ahí.
Pues para mí que lo tuvieron merecido, que para un árbol que les prohíben, y de manzanas encima, que si hubiese sido un plato de cordero asado… Ya son ganas de complicarse la vida.
Si esos eran los primeros padres, entiendo perfectamente a qué hemos llegado. No me digan que no se veía venir.
Vestía siempre de negro la mujer, que yo la veía y se me representaba una cucaracha grande. Cuando íbamos a comprar todo el mundo la trataba con mucha amabilidad, le cedían el paso en las puertas (por favor, doña Blanca usted primero), permitían que fuese la primera en la carnicería (pida, pida Doña Blanca)…
Pero siempre esa sonrisa.
Todos.
Esa sonrisa que clavaba la vista de mi madre en el suelo.
La sonrisa de saberse mejores que ella. De tener un hijo con apellidos identificados.
Tal vez un poco de pimienta, y unas hojas de laurel… El caldo debe salir con gusto.
Cuando regresábamos de comprar mi madre no me dejaba jugar. Nos arrodillábamos en el salón y rezábamos. Cogía el rosario y lo apretaba con las manos como si lo quisiera aplastar. Yo sabía que era menester cerrar los ojos y rezar con ella, sabía que si abría los ojos o dejaba de musitar las oraciones interminables del Rosario, mamá se volvería hacia mí, me abofetearía, me arrastraría de los pelos y me encerraría en el armario donde guardaba la ropa vieja de la abuela, sabía que me tendría allí hasta que no aguantar más y me hiciera pis encima.
Entonces, todavía se enfadaría más…
No me gustaba ir a comprar con mi madre. Yo era su manzana.
En cambio, cuando me llevaba a la escuela o íbamos a la iglesia, mamá siempre sonreía, lo hacía así, bajando los ojos, como si tuviese la sonrisa empañada o algo metido entre los dientes. Sonreía como menean la cola algunos perros, esos que no se atreven a que les acaricies. La gente le saludaba a la puerta pero siempre tenía un banco en la iglesia para ella sola y nunca pasaba a comulgar.
De nuevo, a la salida, otra vez las sonrisas. Vaya con Dios, doña Blanca; cuídese Doña Blanca.
Decían que era muy tierna pero, la verdad, para hacer un buen caldo, yo prefiero el pollo.

sábado, 27 de septiembre de 2008

Tu espalda



Por un tiempo, dices. Y te alejas hacia el paseo del parque. Te flanquean chopos preñados y un riachuelo marrón. Las verjas del jardín botánico no parecen muy altas. Te veo andar, la cadera de lado a lado, con la cadencia de los atardeceres sin lluvia, te empequeñeces sobre la fuente de la glorieta, la que hace figuras con el agua y los suspiros tristes. Dos chicos en bicicleta se vuelven a mirarte.
Por un tiempo.
Pero yo intuyo que ese tiempo será inmenso; será un gigante que se incorpora y toca el cielo; será un niño rompiendo las bombillas que alumbraron tus besos en los portales, los abrazos por la espalda, en el recreo, aquella vez que me dejaste meter la mano por debajo del sujetador. A ese tiempo que pides se le llamará vida y cuando, más adelante, quiera recordarte sólo me quedará tu espalda empequeñeciéndose sobre una fuente melancólica. Quisiera correr, volverte con delicadeza, besarte, y que tú me beses, pero no hay solución. Ni valor.
Tu espalda.
Allí.
Lejos.
Yo.
Minúsculo.
Respiro hondo, coloco mi rostro en dirección al sol y abro los ojos. La inmensa bola naranja se introduce en mi cuerpo, me absorbe, me mastica, me escupe. Él y yo. Las pupilas disueltas en la luz. Corren lagrimones por mi cara. Me sujeto los párpados abiertos con los dedos. Cuando bajo la cabeza el riachuelo suena a fantasma arrastrando su cadena, la fuente amasa colores con el agua.
Tú no estás. Los chicos de la bicicleta no están. La fuente tampoco está.
Sé que no te veré más.

domingo, 24 de agosto de 2008

Habilidades

"Prostitute" by ~Industrial-Whore



Estoy convencido de que, si quisiéramos, todos podríamos meternos un lapicero por el ano y escribir nuestro nombre moviendo el culo. Yo se lo vi hacer a una puta salvadoreña que no tenía brazos. Por diez dólares era capaz de escribir el nombre que le dijeses. A mí me escribió Alberto con letra redonda de escolar, en un cartón que todavía conservo, al lado de mi título de psicólogo. Tal vez el palito de la erre no quedase del todo bien, pero se podía distinguir la letra perfectamente. Alberto. Opino que es la mayor habilidad que puede poseer un ser humano, la deberían enseñar en las escuelas. La puta había perdido los brazos porque le explotó una bomba que iba a colocar al paso de un convoy militar. Cuando le pregunté el motivo de haber aprendido a escribir con el culo, me dijo que sólo había una cosa más triste que una guerrillera tullida, una guerrillera tullida y analfabeta. Para eso se había hecho la revolución, para que todo el mundo supiese escribir.

jueves, 10 de julio de 2008

Conserva



A través de mi ventana se ve un campo verde en primavera. Luego se vuelve amarillo y después tierra vacía. Al año, regresa el verde de nuevo, y luego el amarillo y tierra vacía otra vez.

En el cambio de verde a amarillo, hay un momento, una breve semana, que nadie tiene palabras para identificar el color. Es color de felicidad, de revolcarse en él con un perro que ladra mientras salta a tu alrededor. Es tiempo de sonreír con las pequeñas mariposas que revolotean. En ese momento, en cada cambio de color, mi madre dice que cumplo años. Me dice que ya soy mayor.

Y yo me pregunto cuántas formas hay de embotar el tiempo.

viernes, 23 de mayo de 2008

Uno de esos padres



Afuera llueve y las gotas resbalan por el vidrio. Me siento al lado de una señora, el primer acelerón del autobús casi tira al suelo a un adolescente que no se había sujetado a la barra. La señora usa un perfume pegajoso, dulzón, ocre. Levanto la vista del libro, en contra de lo que el olor anuncia es una señora normal, una madre de familia que ronda la cincuentena, con falda marrón y blusa de tienda de barrio. Intento volver a la lectura pero el olor se va metamorfoseando. Al acostumbrarse mi nariz, bajo el perfume, comienzo a distinguir el olor a tabaco, a sudor, a nervios de última hora.
Cierro el libro. En la siguiente parada una adolescente se baja y se arroja en los brazos de un chico que la esperaba sentado en la marquesina. Se besan con urgencia. Seré uno de esos padres que miran el culo de las amigas de su hija.

martes, 6 de mayo de 2008

Las mantas del ejército



La noche suele ser fría. Los mendigos usan antiguas mantas del ejército para taparse. Fueron donadas a las monjas del hospicio y éstas las repartieron hasta que se acabaron. Los que no tuvieron la fortuna de hacerse con una, emplean cartones de los supermercados para aislarse del suelo. No llueve porque en la ciudad del viento nunca llueve, las nubes siempre están de paso, y la falta de esperanza en una buena tormenta consigue que la gente camine mirando a las aceras, conscientes de que nada puede esperarse de esa inmensa superficie azul, ese muro sin cuerpo que les separa de las estrellas. Algunos dicen que es el mar reflejado, pero los mendigos saben que es el frío. El azul del cielo únicamente puede traer otras mantas de ejércitos derrotados.

lunes, 7 de abril de 2008

García Márquez y el beso








Recuerdo que vendía flores y que a mí me dolía la cabeza. Me había tomado una aspirina. Las ofrecía apoyadas sobre un carrito con ruedas que tenía atados dos perros. Por el día le servía de mostrador, por las noches, colocaba el toldo y dormía allí. Trabajaba en casa. Estaban algo mustias, seguramente las había robado del cementerio porque había crisantemos, y margaritas y claveles con los tallos enrollados en la misma forma que les habían dejado las coronas.

En una esquina del carro-mostrador-casa había unas fotocopias. Cinco mil pesos marcaba un cartel sobre ellas. Las hojeé. Eran una copia del último libro que García Márquez iba a sacar. Todavía faltaban dos semanas para la presentación. Me sonreí, la miré. Era joven pero nunca sería guapa. Tenía el pelo revuelto y, seguramente, mucha cera en los oídos. Sin embargo aún le quedaban todos los dientes. Leí el primer párrafo. Son diez mil pesos, monito, me dijo. Al cambio, no llegaba a cuatro euros. Dejé las fotocopias grapadas y saqué la cartera. En Bogotá no acostumbraba a cargar encima más que el dinero justo para el almuerzo y una cerveza. Aquello me quitaría de comer. Pero no tuve tiempo. Un muchacho se paró a mi lado. Vestía unas gafas pegadas con cinta de papel, de esa que se emplea para tapar antes de pintar la casa. Tomó las fotocopias, sonrió, sonrió a la chica. Son dos mil pesos, mano, y un beso. Era descarada. Él le dio el billete y el beso. La tomó de la cara y le besó la mejilla con suavidad. Yo comí aquel día y, mientras terminaba la bandeja paisa, envidié al viejo Márquez. Sus textos todavía hacían justicia con los labios.

Me compré otra aspirina.

lunes, 17 de marzo de 2008

Los atenuantes del alma








Un fogonazo. Sus gritos. Me levanto empapado en sudor.
Tengo una pesadilla recurrente que en los últimos tiempos ha introducido una curiosa novedad: dos judiciales cavan una fosa a la luz de los faros de su camioneta. Yo estoy muerto, enrollado en plástico negro del que se usa en los invernaderos, para que la cal con la que han embadurnado mi cadáver haga antes su trabajo. Los dos policías cavan con parsimonia, saben que no hay prisa, el amanecer todavía demorará y nadie en La Almolda va a salir a preguntar que sucede. La gente ha aprendido con los años que la ceguera, la sordera y la mudez son muy recomendables para llegar a viejecito.
Esa es precisamente la llamativa improvisación: que ocurre aquí, en los Monegros. Antes sucedía allá, en el desierto de Chiguagua, en mi tierra natal, mientras cavaban acompañados por la sombra tenebrosa de un saguaro cayendo sobre sus palas.
Lo que son las pesadillas. Es imposible esquivarlas, se adaptan a la realidad que vives y te encuentran; son consumadas cazadoras. Ahora ocurre justo al lado de la iglesia de San Antonio, bajo la sombra macabra de la tapia del cementerio, y en lugar de palas, los dos policías usan picos para ollar la roca desnuda que emerge del suelo. La misma camioneta y el mismo muerto: yo.
Remordimientos.
Eso es lo que respondió el compatriota Juan Rulfo cuando le preguntaron que sentía al escribir. Una respuesta muy mexicana.
¡Qué güey el viejo! Remordimientos al escribir, decía. Como si no los hubiera también por hablar, por callar, por hacer, por no hacer, por mirar, por desviar la vista... Los remordimientos provienen de todos los atenuantes que el alma no empleó antes de realizar el asesinato. Y las almas son unas descuidadas asesinas en serie.
La mía puede aducir que estaba bebida, que se había aletargado tragando combinados de tequila con un chorro de miedo y una rodaja de vergüenza. Pero el juez fue severo, tal vez justo; en todo caso no había ninguna pena que mi alma no estuviera dispuesta a cumplir ni de la que no se creyese merecedora.
Crimen: el silencio. Veredicto: culpable. Sentencia: destierro. Pam, martillazo sobre la mesa.
De un desierto a otro. De la arena a la roca arrancada de la tierra; del cactus erguido a la sabina; de la serpiente de cascabel al lagarto fardacho. Pero en ambos el sol, orgulloso, impávido, inclemente. Aquí hace algo más de frío, allí suenan más disparos; acá le llaman Monegros, allá le llaman Samalayuca.
Para mí son las dos caras de la misma soledad.
En el cambio he perdido un nombre, un pasado y un mazo de naipes marcados. Por otro lado, he ganado un rebaño de ovejas en alquiler, un pasaporte nuevo, con otra bandera, y varios enemigos de los que, tarde o temprano, sabes que te van a encontrar.


La baraja era mi especialidad. Trabajaba para "Lagarto" Gutiérres. Le hacía de cómplice en las partidas, allanaba el camino para que se ganase unos miles de pesos. Mi cometido era preparar las cartas y marcarle el corte. Me encargaba de analizar el juego de los demás, de derribar adversarios que pudiesen tener una buena baza.
Al Lagarto, perder ni modo. Lo suyo era triunfar. Buenas camionetas, buenas casas, buenas chicas. Todo lo buenas que le permitían sus cinco cargamentos de blanca desapolillada a los esteits. Que era mucho.
Aquel cumpleaños tenía ganas de celebraciones a lo grande. Los allegados le decían que no era muy prudente, estaba tomando demasiada notoriedad y los compañeros de trabajo se lo podían tomar a mal. Me lo pide el ánimo, les respondía; y a los otros, aquí les aguardo, que si quieren, ya saben donde encontrarme.
En este negocio hay que retirarse a edad temprana a riesgo de que le retiren a uno. Y tal vez, eso es lo que intuía Lagarto, que le tocaba la jubilación voluntaria o forzosa. Las palmadas en su espalda habían dejado de ser tan firmes como antaño. Ciertos políticos se atrevían a no recibirle alegando problemas de agenda. Eso hubiera sido impensable tres años atrás pero ahorita recibían sobre de más de uno y se sabían intocables.
Una fiesta, la última, después se acabó. Estaba a punto de conseguir el empeño que les costaba la vida a casi todos. Había que celebrarlo.
Por la mañana llevó a sus hijos al parque. Jugó al fútbol con ellos y luego fueron los cuatro a montar en avioneta. A los chicos les encantaba. Lagarto siempre se quejaba del poco tiempo que le dejaba el trabajo para estar con sus hijos. Como todos, no deseaba que ninguno de ellos siguiera sus pasos. Su mayor anhelo era que fuesen estudiosos y acudieran a la universidad. A cada uno le tenía abierto un fondo bancario donde ingresaba todos los meses mucha plata para ese menester. Contaba las noches de tequila en vena que no se querría morir sin ver a un hijo graduarse en Harvard, pero que si así sucedía, la vida es la vida comentaba enjuagándose las lágrimas, por favor, le dejasen una foto del hijo, con la toga y el sombrerito ese tan gracioso que se ponen, sobre la lápida.
Comió solo. De pequeño, las velas que se van amontonando cada año en la tarta de cumpleaños significan crecer, pero se llega a una edad en la que cada vela es una farola que ilumina el camino hacia tu último estertor .
A pesar de aparecer en mis pesadillas, me gusta la sierra de Alcubierre. Surge de repente, sin aviso, desde las aristas de yeso calcinado, vestida de coscojo y romeral. Puedo estar horas y horas observándola desde mi ventana. Su perfil tiene la virtud de adormecerme el recuerdo; las mañanas soleadas que paseo cerca de la ermita de Santa Quiteria, por los estrechos senderos que la rodean, con el sonido de las agujas de pino quebrándose bajo mis pies y el piar de los pájaros sobre mis cabeza, me sirven de analgésico para el dolor que me incrusta el reflejo del espejo.
En Chiguagua el horizonte no es un efecto físico, es una línea tatuada en la pupila. Allá donde sea que se mire, se puede apreciar nítido y desafiante: en el desierto, en la frontera, en los rostros de la gente, en los botellines de Sol, en los cañones de las armas... Hasta los corazones son simplemente una recta sin fin. Sin embargo, la sierra lo quiebra de cuajo, o tal vez únicamente lo deforma, y uno se encuentra inesperadamente con un nuevo prisma por el que se desmembra la vida.
Para mí, Monegros es precisamente eso: una modo diferente de mirar el mundo, un horizonte desdibujado que filtra los pecados por las arrugas resecas de la tierra.


Para saber tu personalidad, los psicólogos te cuentan que hay un muro muy alto y piden que imagines que habrá al otro lado. Si es un jardín florido con niños jugando y un cielo azul apuntan que eres optimista, vital, alegre.
Los psicólogos no tienen pinche idea.
No importa qué puedes ver al otro lado. Lo que realmente importa es cómo haces para verlo. Hay gente que rodea el muro pacientemente esperando encontrar una entrada, otros que agarran una escalera para saltar por encima, y hay tipos que directamente lo tumban a patadas.
Lagarto Gutiérres era de esos. Lo hacía todo a la brava. A lo macho, como los duros que se han hecho a si mismos.
Habíamos tomado cervezas en la Teta Enroscada. Una por cada año que había cumplido, una por cada larva que deja el cáncer del tiempo. Las muchachas se acercaban sonrientes al rumor de la plata y el tequila, pero Lagarto no estaba entonado. Se las quitaba de encima como espantando moscas. Tenía expresión ausente, las bromas sonaban forzadas, la alegría de la mesa se construía con cartón-piedra. Más que su aniversario parecía celebrar su velatorio.
Compramos un par de botellas de tequila, una caja de cervezas bien fría y abandonamos la Teta. Los mariachis que olfateaban una lucrativa serenata detrás de nuestros tragos y nuestras botas de cuero se quedaron defraudados.
El viento del desierto parece un beso sin saliva. Daba sed y bebíamos. Lagarto pidió al chófer que serenase el volante, sacó una bolsa de nieve, hizo unos pericazos y todos probamos del espejo con incrustaciones de plata.
Me sacudía la nariz cuando la vio Lagarto. Era una muchacha joven, casi una niña. Lagarto le gritó algo, no recuerdo el qué, y ella se ofendió. Tenía carácter para atreverse a hacer aquel gesto obsceno en mitad del anochecer de Ciudad Juárez. Cualquiera hubiera agachado la cabeza y hubiese vuelto por la primera cuadra, pero ella tenía aire de hembra orgullosa.
Lagarto hizo frenar al conductor bruscamente y el coche volvió de reversa hasta la altura de ella. Lagarto salió. Una niña no debe hacer esas cosas tan feas, le dijo.
La muchacha ya no lo veía tan claro, sus ojos se fijaron en el sombrero de piel de serpiente, en la cara curtida, las manos grandes, la pistola en el cinto y los cinco tipos en el carro. Seguramente pensó que aquel gesto había sido una estupidez. Le vas a tener que dar un beso al tío Lagarto, le dijo él tomándola de los hombros. Ella se resistió y largó un grito. Lagarto se rió estruendosamente. Me gustan las potrillas sin domar, le tapó la boca y la forzó dentro del coche. Métele, le dijo al chofer, vamos a seguir la rumba a la cabañita. Esta niña está pidiendo unos papis puritito machos. La muchacha luchaba desesperadamente, daba patadas, bofetadas, incluso le mordió la mano a Lagarto. Éste se reía, en sus ojos había aparecido un brillo como de ansiedad, como de excitación. En cambio, los ojos de la chica estaban desorbitados, solamente se veía pánico. Se cruzaron un momento con los míos suplicando ayuda. Un auxilio que no le podía dar. Yo era parte del problema no de la solución.
La cabaña estaba situada en mitad del desierto, a veinte millas de la casa más próxima. Bajamos a la chica. Comenzó a chillar. En ese momento, Lagarto disparó dos veces al aire y rompió el cuello de una botella con el cañón del arma. Bebió un trago. Ay lindita, aquí ya puedes gritar tanto como quieras, hasta que se te despelleje la garganta, que sólo te van a oír los cuervos y las serpientes. Todos rieron. Ella quiso correr pero le balacearon, levantando polvo a sus pies, hasta que se detuvo. Más risas. Lagarto la besó violentamente, metiendo la cabeza entre su cuello mientras aspiraba apasionadamente, como un vampiro que robase a la chiquilla toda la juventud que a él se le escapaba. La metieron en la cabaña a empentones.
Entonces, únicamente sus gritos.
No quise entrar. Me apoyé en la camioneta y prendí un cigarrillo. Los aullidos de la chica les enervaban, se escuchaban sus risotadas. Se turnarían. La imagen y los gritos me taladraban el alma. No aguanté más, comencé a caminar hacia el desierto. En el cielo había una inmensa y violenta luna roja, parecía una esponja que hubiera absorbido sangre; el pañuelo con el que limpiarían la frente de la chiquilla antes de enterrarla.
En eso también hay diferencia. Acá, la luna no es roja como en Chiguagua, acá es pachona y amarilla. Las ocasiones que anda llena, la luna es un inmenso queso color despensa. Cuando me escapo a fumar de noche mientras imagino la forma de las sombras, la luna de los Monegros siempre me da hambre.
Caminé harto hasta que los chillidos dejaron de escucharse, hasta que mi mente se fundió con las espinas de los arbustos, hasta que el sonido orquestal del desierto me invadió los ojos.
Como un escupitajo, al tiempo que ya creía que me besaba el silencio, amortiguado por la distancia, sonó un disparo.
Comencé a caminar de regreso, sabía que ya no iba a escuchar más gritos.
Al menos aquella noche.


Encontraron el cuerpo en la cuneta de una carretera. Apareció en algunas páginas de los diarios pero pronto le siguieron otros y se terminó olvidando.
Ya no buscaba la compañía de los compadres. Acudía a las partidas y realizaba mi labor pero la victoria ya no satisfacía a Lagarto que me observaba receloso cuando denegaba sus propuestas de barbacoas y tragos, una tras otra, con excusas endebles.
Aquello resultaba peligroso, un chacal no puede sobrevivir fuera de la manada y yo me alejaba peligrosamente. Estaba recorriendo el camino que separaba a un cómplice de un delator. De ser un amigo, me había convertido en un testigo.
Me sentía sucio y andaba por el día duchándome tres y cuatro veces; al irse la luz sus gritos tronaban por las paredes del cuarto. Me habían salido ojeras y comía poco. Evitarlo, pero, ¿cómo hubiera podido?
Me preguntaba si ellos también escucharían los gritos, si les martillearían los oídos doblando la almohada sobre sus orejas para hacerlos desaparecer, pero los observaba en la cantina, los ojos de Lagarto habían recuperado de nuevo el brillo, parecía haberse guardado la vitalidad de la muchacha, y sabía que no era así. Lo sentían un hecho terminado, destruido en las cavernas recónditas de la memoria.
Esperaba la llamada de Lagarto que me citase en un motelito de las afueras. Mi turno. Mi disparo.
La camioneta me alcanzó en plena calle. Allá los carros no necesitan sirena ni matrícula para largar su procedencia. Desde niño se desarrolla un olfato especial para los carros. Se distinguen los carros de los traficantes, de la policía, de los comerciantes, de los maestros... Cada carro canta la melodía de sus dueños. Aquel era un carro de la judicial. ¿Qui hubo mano? Acompáñenos una vueltita no más, para una platica de compadres. Era la primera vez que me importunaba la policía, hasta aquel momento yo era simplemente el último de los últimos. Me negué. Ay, mano, no lo ponga más difícil, que mejor que lo subamos será que lo haga usted por su pie. Me detuve un instante, miré a mi alrededor, me había puesto nervioso. En cinco minutos, Lagarto ya se habría enterado que había subido a una camioneta de la policía.
Dentro me esperaba Luciano Villa, inspector de la judicial. Villa recibía el salario de varios patrones y era reconocido su empleo de lavandero de trapos sucios de la principal competencia de Lagarto en el negocio de exportación de lana sin garrapatas al vecino del norte. La cercanía me dejó oler su poderosa loción de afeitado. Era joven, guapo, cruel y conciso. Me expuso el negocio breve y claramente, sin paños de agua caliente. Conocían la parranda de Lagarto el día de su cumpleaños, sabían de mi difícil situación actual con él, me daban cien mil dólares, protección y una casa en el lugar del mundo que desease si declaraba contra él.
Sólo necesité meditarlo un segundo. Me negué.
Mire gallito, usted anda en su punto de mira, después de saber que ha estado en esta camioneta, el aire le va a durar bien poco. ¿Qué cree que va a pensar? Pensará que ya lo ha cantado. Y usted es viejo en esto, sabe qué les ocurre a las lenguas sueltas.
Negué otra vez. El negocio estaba claro, si conseguían cargarle el paquete al Lagarto se lo quitaban de delante sin sangre. Todo limpio, legal. Estaba seguro de que incluso habían hablado ya con los socios de Lagarto en los esteits para ocupar su lugar. Lagarto ya era historia pero no podía traicionarle. Aun él propio Lagarto creyese que así lo había hecho, no podía. Todavía no he podido encontrar la razón.
Los gritos continuaban cada noche, el rostro desencajado de la muchacha aparecía en mi espejo. Lo único que tenía claro es que aquel asesinato de la prietita pedía justicia, no un arreglo comercial.
Me negué de nuevo. Ni siquiera había abierto la boca.
Villa me miró sonriente. Mírese, me dijo, con esos ojos, ese olor... ¿Sabe mano? Ese olor es el olor de la muerte.
La camioneta frenó de repente y la puerta se abrió. Villa me empujó a la calle, salí tropezando y entonces me di cuenta de que me habían abandonado en mitad de la calle principal, al lado de un restaurante con unas terrazas, en la acera donde solía comer Lagarto.


En mi tierra hay un dicho que afirma que siempre hay que tener un amigo que nadie más conozca por si un día te persigue la policía. En mi caso me perseguía la policía, Lagarto Guitérres y mi conciencia.
Menos mal que yo tenía ese amigo.
De momento, he conseguido escapar de los dos primeros. Sus gritos y su rostro me han encontrado y acuden cada noche puntuales como amantes desesperados. El desierto de Monegros los suaviza, los hace filos sutiles que cortan sin desgarrar, que matan de a menudo. Al menos el sufrimiento ha desaparecido; queda la desesperación, la impotencia y la culpabilidad. Paseo con el rebaño de ovejas de mi amigo, me ha enseñado a dirigirlo, a ordenar a los perros, a darles de comer y, ahorita, estoy aprendiendo a esquilar. Los sábados juego al guiñote y procuro no ganar siempre. Me llaman el Mejicano. Pronuncian la jota con aspereza, con contundencia. Las manecillas del reloj de los Monegros son anclas que me fijan a la tierra permitiendo que mi ayer pase de largo.
Pero estoy cansado. La pesadilla ha vuelto.
En Ciudad Juárez no mata un nombre propio, no mata un número de cédula ni un sujeto fiscal; en Ciudad Juárez matan los silencios, las lenguas que se atan, las sombras que pasean por las calles.
En Ciudad Juárez mato yo.
¿Cómo comprenden que pueda dormir sabiendo eso?
Por ese motivo, tarde o temprano, sé que llegará el momento en el que me despierte con la noche anclada en mi ventana y veré el fulgor de unos faros de camioneta deslumbrando el vidrio.
Ya no sentiré miedo.
Sentiré alivio.

jueves, 13 de marzo de 2008

Cura de sueños


La rosa de los vientos yace pisoteada al borde del camino. Le doy agua pero tiene un disparo en el vientre y siente dolor. Decía el poeta Vicente Huidobro que “los cuatro puntos cardinales son tres: norte y sur”. Pero ahora la verdad no es poesía: es materia. Bienvenido al mundo donde no se es sino siendo en contra, donde las partes se toman por el todo y el todo no importa.
Lo dice la Biblia, somos cristianos: Caín contra Abel, la SER contra la COPE, ACS contra FCC, el Santander contra el Bilbao-Vizcaya, Obama contra Clinton, Clinton contra Bush, la industria armamentística contra la industria informática. Llevo a mi hijo al equipo de debate. Ley D´Hondt. Mañana no me esperes levantada, mira ese degenerado que ha pagado por un polvo. Otro muerto en el estrecho, beneficios residuales, coche nuevo, regálame un móvil, fiesta de Barcardi los viernes en el club; vamos, otra copa, antes de que llegue la crisis.
Da lo mismo quién gane porque ganan los mismos. Ganan los que visten de corbata y se hacen la manicura, los artistas que salen en la foto, los consejeros delegados de la constructora, los primos de los amigos de los familiares de la suegra. Da lo mismo quién gane porque yo gano. Dentro de cuatro años jugamos de nuevo. ¿Quién dijo que esto no es democracia?
Ya he terminado. Me subo la bragueta, procuro no pillarme un huevo. Me lavo las manos por costumbre más que por ganas. Sin duda estoy desorientado. Por favor, ¿alguien me indica dónde está la salida?

domingo, 2 de marzo de 2008

Castillos


Al despediros, sus dos besos son de papel reciclado. Inclina mucho la cabeza, hurta el cuerpo de cualquier contacto y ofrece el desierto de sus mejillas, llevándose el resto de la cara –los labios, los ojos, la nariz, ella– bien lejos. No son dos besos, parecen dos escupitajos.

Tú dices algo, no sé, una frase que recuerdas de alguna película. Dices algo porque no quieres estar callado, porque te has quedado solo a pesar de que su mejilla siga allí. Dices algo, o tal vez sólo lo farfullas, porque uno no se despide de los cadáveres.

Después de separaros buscas su mirada, no pides explicaciones, quieres agarrarte para no caer, pero ya no está, habla con otro. Parece aliviada.

Sales del bar y piensas que las personas somos castillos; que hay castillos donde puedes pasear por su interior y que algunos te gustan y que otros no; que todos tienen estancias abiertas y cerradas, que algunas se abren con el tiempo y que otras no se abrirán nunca. Y piensas también que ella es un castillo con muros muy altos, muros como decía Salvador Cardenal, muros tan grandes como cielos de pie. Están rodeados por un foso muy profundo, de paredes abruptas, un hueco sin final donde si caes sólo espera el dolor. Y para entrar, únicamente ha dejado una débil pasarela, un tablón de obra que se balancea ofreciéndote vértigo.

Mientras vas recogiendo los pedazos de noche que encuentras en el suelo, sabes que eres demasiado cobarde para intentar cruzarla.

domingo, 24 de febrero de 2008

Buena pregunta




Are you my friend or my mirror?




Elliot Murphy
Making fiends with the dead (Album: Coming home again)








viernes, 15 de febrero de 2008

Vuelta del trabajo



Lloras de impotencia. Esas lágrimas sé distinguirlas. Acuden sin necesidad de consuelo, acuden con un hacha al cinto y un cuchillo entre los dientes. Son lágrimas piratas.
En el suelo están los pedazos de tus tres años de esfuerzo. Te ofrezco pegamento pero no quieres unirlos otra vez, les das una patada y se esparcen por los rincones de la habitación, se mezclan con las pelusas. Te dejo sola y preparo la cena. Intento recordar tu comida favorita pero me faltan los ingredientes de la memoria. Hago patatas fritas. Engordan, me dices. Te acaricio la cara.

Ya no lloras pero tu mirada tampoco consigue escapar del lugar donde ha huido.

domingo, 3 de febrero de 2008

Estrellas diminutas


Había una vez un país de estrellas de cine. Una estrellita diminuta tenía mucha hambre y dio un salto muy grande para coger la fruta de un árbol. Dio el salto más grande que nadie haya dado en el mundo. Pero el resto de estrellas relucientes cambiaron de canal en la televisión para ver los campeonatos de salto con pértiga. La estrellita también pasaba sed y corrió mucho tiempo, más tiempo que nadie antes en el mundo, para llegar a un pequeño charco de lodo y beber agua. Pero las estrellas esplendorosas vieron en la televisión los campeonatos de maratón. Finalmente, la estrellita pequeña, al no encontrar su sitio en aquel país, decidió morirse. Todas las estrellas grandes cambiaron a su canal para verlo en directo.

sábado, 19 de enero de 2008

El niño sin alma


El niño sabía que no tenía alma.
A veces se reía por esa razón; era curioso percatarse de que no se tenía algo que no se sabía qué era. Había pasado largas horas buscando incesantemente por todos los rincones de su cuerpo, había pellizcado en sus brazos y clavados sus dedos entre las costillas del pecho en busca del alma. También se había hecho cosquillas en las plantas de los pies y había hurgado hasta sentir dolor en su nariz, en sus oídos y en su boca para llegar a lo más profundo de su interior. Incluso se había hecho pequeños cortes en los antebrazos y la palma de las manos con la cuchilla del estuche de manualidades pero sólo sangre, roja y viscosa, de sabor ferroso, había salido por las heridas.
El niño sabía que no tenía alma, y no porque a veces, cuando estaba de monaguillo, añadiese vinagre al vino de Mosén Francisco para que le echasen las culpas a su compañero Dieguito.
El padre Francisco hablaba de Dios en la iglesia. A pesar de que el niño permanecía serio cuando le ayudaba en la ceremonia con el traje blanco y rojo, o estaba sentado con sus padres en los bancos de madera, se reía por dentro. A Dios le pasaba como al alma: todo el mundo hablaba de él pero nadie lo había visto nunca.
Tal vez es que Dios era lo mismo que el alma, o puede que ambos no fuesen nada más que la sangre que se hacía con la cuchilla.
Tampoco lo sabía porque nunca se supiera la lección cuando don Félix le sacaba a la pizarra para preguntarle qué era un sinónimo o para recitar la tabla de multiplicar del siete, la más difícil. El niño se aburría mucho en clase. Las lecciones eran estúpidas y no tenían sentido. Don Félix le solía decir que era un burro, que si no estudiaba siempre sería un burro, y acompañaba el consejo con dos palmetazos de la gran regla de madera en la mano para que quedase más claro. Es por tu bien, se excusaba don Félix.
Pero nadie ganaba al niño chutando el balón; era el mejor preparando trampas para cazar a los gatos que vivían en el basurero y podía acertar con su tirachinas a una lagartija que estuviese en la otra acera de calle.
El niño sabía que no tenía alma, y no porque al salir al recreo le pegase a Miguel si no le daba el batido de chocolate que su madre le preparaba cada día para almorzar. A Miguel, su madre le daba otro batido para merendar y un helado los domingos después de comer.
Miguel tenía un balón de reglamento que a veces se traía a clase. Todo el mundo le rodeaba en el recreo y él asignaba los equipos como si fuera un rey ordenando a sus caballeros. Miguel era muy malo, por eso elegía en su equipo a Pedrín y a Manu que eran los mejores de la clase y se ponían con él porque era el dueño del balón. Miguel nunca elegía al niño para su equipo y el niño siempre perdía.
De todos modos, en ocasiones, el niño creía sentir una hinchazón en su pecho. Algo parecido a un estornudo que no quiere salir y se queda allí, en tu nariz y en tus ojos, burbujeando hasta que te hace llorar. Entonces se levantaba, corría a la ventana y miraba a las estrellas. Soñaba que estaban atadas por hilos de luna y que se podía caminar sobre ellos. Dejaba pasar los minutos observándose en el vidrio oscuro e intentando encontrar algo diferente en su reflejo. Esto ocurría en las noches que su padre volvía tarde, haciendo ruido, y su madre lloraba. En esos momentos, su padre gritaba mucho y el niño podía escuchar golpes sordos de muebles cayendo y vajilla rompiéndose en mil pedazos. Las mañanas siguientes, el padre se levantaba maldiciendo para ir a trabajar, la madre se quedaba en la cama hasta muy tarde y el niño se tenía que preparar el desayuno. Y llegaba tarde a clase y don Félix le decía que era un burro y Miguel no le elegía en su equipo de fútbol, y esa tarde el niño salía furioso a lanzar piedras a los gatos.
El niño ya había descubierto que no tenía alma, pero no por ello se sentía triste ni desdichado. Al contrario. Era lo único que le unía al mundo donde vivía.
El niño sabía que no tenía alma porque al mirarse en el espejo se veía a sí mismo; y para tener alma había que ver a los demás.