sábado, 27 de septiembre de 2008

Tu espalda



Por un tiempo, dices. Y te alejas hacia el paseo del parque. Te flanquean chopos preñados y un riachuelo marrón. Las verjas del jardín botánico no parecen muy altas. Te veo andar, la cadera de lado a lado, con la cadencia de los atardeceres sin lluvia, te empequeñeces sobre la fuente de la glorieta, la que hace figuras con el agua y los suspiros tristes. Dos chicos en bicicleta se vuelven a mirarte.
Por un tiempo.
Pero yo intuyo que ese tiempo será inmenso; será un gigante que se incorpora y toca el cielo; será un niño rompiendo las bombillas que alumbraron tus besos en los portales, los abrazos por la espalda, en el recreo, aquella vez que me dejaste meter la mano por debajo del sujetador. A ese tiempo que pides se le llamará vida y cuando, más adelante, quiera recordarte sólo me quedará tu espalda empequeñeciéndose sobre una fuente melancólica. Quisiera correr, volverte con delicadeza, besarte, y que tú me beses, pero no hay solución. Ni valor.
Tu espalda.
Allí.
Lejos.
Yo.
Minúsculo.
Respiro hondo, coloco mi rostro en dirección al sol y abro los ojos. La inmensa bola naranja se introduce en mi cuerpo, me absorbe, me mastica, me escupe. Él y yo. Las pupilas disueltas en la luz. Corren lagrimones por mi cara. Me sujeto los párpados abiertos con los dedos. Cuando bajo la cabeza el riachuelo suena a fantasma arrastrando su cadena, la fuente amasa colores con el agua.
Tú no estás. Los chicos de la bicicleta no están. La fuente tampoco está.
Sé que no te veré más.