domingo, 16 de diciembre de 2007

SUEÑO I


Decir que te deseo no es exacto. Lo que deseo es la intuición de ti, la promesa de tu piel que se vislumbra entre la niebla. Alargo la mano pero no te alcanzo y, entonces, me adentro a yugular partida, machete en mano, tras tus pasos.
Me encuentro en una bandada de golondrinas y nunca adivino cuando cambiar de dirección mi vuelo. Soy torpe y te alejas cabalgando una nube. Las personas deberían dividirse entre sueños y amaneceres de lunes. Los primeros podrían beber de tus poros, escalar tus volcanes, saltar en tus charcos. Los segundos únicamente saltaríamos desde la ventana de un quinto piso. No hay esperanza. Espera, ¿qué es eso que se mueve? Te adivino de nuevo, tus pechos bailan un paso doble. Me siento niño, se me caen los dientes y no acuden ningún ratón, vuelo a ras de suelo y grito “polla” mil veces para que me castigue el profesor.
Despierto, me abrazas con tu tela de araña, me balanceas mientras me dices que no pasa nada y me vuelvo a dormir. Esta vez a salvo, esta vez contigo.

martes, 4 de diciembre de 2007

La ciencia va a eliminar

Te veo teclear, con la luz del flexo ocultando que me quieres, como si se te fuera la vida en cada pulsación. Llevas así tanto tiempo que tienes forma de silla, mirada de silla, haces el amor como una silla… Y yo pienso que la obligación tiene forma a medio camino entre el sueño y un plato de patatas.
Me duelen las cervicales, dices volcando hacia atrás la cabeza. Me acerco y te beso el cuello. Es más aquí, apuntas señalando hacia ningún sitio, y me doy cuenta de que mis besos no tienen el poder analgésico que les presuponía. Está escrito que el conocimiento no ocupa lugar, pero nadie avisó que para avanzar consume cariño. Cierras los ojos. Noto cómo sigues pensando: fórmulas, datos, estadísticas, almas...; naturaleza que cae rendida a la evidencia. Te doy un masaje.
La ciencia va a eliminar la posibilidad de Dios, y con ella, la esperanza de creer que necesitamos un dueño.
Me miras y sonríes, me das las gracias, vuelves a observar la pantalla: el gráfico indica que la contaminación es un arco iris de un solo color, o que el coche vuelve a tener asma, o que no hay diferencia entre un liquen y un abrazo. No sé, me preguntas qué me parece y no lo entiendo. De repente, estoy aterrado ante la perspectiva de hacer otra cena, ante la perspectiva de que no me digas de nuevo que me ha salido muy rica y de tu boca sólo salgan ecuaciones que relacionen la verdura con el costo de una lágrima. Pero, en un segundo, te estiras y me rodeas la cintura. Restriegas tu rostro por mis piernas, busco tu olor, dices, me gusta. Hurgas en la ingle, el olor tuyo, te escucho susurrar, el que nadie te puede quitar, ocre, vanidoso. Aspiras con profundidad, siento que me arrastras a mí en ese aire que te atraviesa los pulmones, que me instalo en el lado especular de tus pechos. Sacas la cabeza y mi pene, me dices que ese olor lleva un animal dentro, que los perfumes se inventaron para borrar al ser humano de la faz de la tierra, para convertirnos en figuras de cerámica. Y respiro aliviado.
La ciencia va a eliminar la posibilidad de que podamos clavarnos lo desconocido, la ciencia va a clausurar el cuarto de juegos de la razón, pero para eso todavía queda mucho tiempo.


miércoles, 28 de noviembre de 2007


Uno nunca termina de leer, aunque los libros se acaben, de la misma manera que uno nunca termina de vivir, aunque la muerte sea un hecho cierto.

Roberto Bolaño

martes, 27 de noviembre de 2007

Besos, café y pan



Mi padre solía repetir que el mejor amigo del hombre no era el perro sino el café. Lo recuerdo de madrugada, mientras el viejo pastor de aguas arañaba la puerta para entrar, cociendo el colador de tela. En aquella época, aquel colador se hervía durante varios días, hasta que el agua adquiría el color de los charcos recién formados y sabor a sueño atrasado. Mi madre se levantaba más tarde, con mis hermanos pequeños; bordaba por la noche mantones que luego lucían las mujeres afortunadas en las procesiones de Semana Santa. Siempre encontraba tibio el líquido negro, a la temperatura de la sangre, listo para beber.

Hay tres cosas que nunca deben faltar en una casa, me contaba mi padre mientras yo untaba los bizcochos duros, un beso para la mujer, pan para los hijos y café para el marido. Recuérdalo. Luego, contradiciéndose, me daba el beso a mí, dejaba el café preparado para mi madre y le tiraba al perro un trozo del pan de su almuerzo. El fusil colgaba de un clavo en la entrada, siempre bien engrasado, frío, amenazador. Cuando abría la puerta para acudir al trabajo, nos visitaba un soplido frío que se introducía entre los calcetines y el pantalón del pijama. Los pelos se erizaban y yo conjeturaba que era un aviso de que mi padre no regresaría aquella vez.

Era guardia jurado de un polvorín y, aunque mi imaginación infantil le representaba haciendo frente a tiro limpio a cientos de bandidos, deseosos de robar la dinamita de la obra para cometer sus fechorías, siempre retornó a casa a la hora de la cena. Con la boca del fusil protegida de la lluvia y el pastor trotando detrás.

Abrieron el bar una primavera. Lo regentaba la señora Carmen, una mujer que de joven había ido a trabajar a la capital. Cuando regresó, unos decían que le había repudiado su marido porque no le daba hijos, otros que había sido puta… La única verdad es que tenía unos ahorros con los que arregló la vieja vaquería de sus padres y puso una repisa con botellas de licor, dos toneles de vino y una cafetera italiana de acero inoxidables. Vestía unas camisas que dejaban ver el precipicio que había entre sus pechos. Decía que las meseras, en Alemania, vestían así. La señora Carmen siempre hablaba raro, decía cosas como “mesera” en lugar de “camarera”, y se refería sin cesar a países lejanos, como si hubiera estado viviendo en ellos.

Una mañana me levanté sin olisquear el aroma ocre, a melancolía, del colador. Los ruidos seguían en la cocina: el pastor arañando la puerta, mi padre maniobrando la fiambrera y el cerrojo de la escopeta comprobando su fluidez. Me levanté, esquivando la máquina de coser que mi madre no había tenido fuerzas para recoger, me asomé al quicio de la puerta cuando él se vestía el tabardo verde. Papá, ¿y el café? Le pregunté. Me miró, me sacudió el cabello, y dijo: hoy no tengo tiempo, hoy lo tomaré en el bar. Mi madre ya no encontró el café tibio al despertar, justo a la temperatura de la vista cansada, y yo recordé que mi padre nunca nos prometió el café caliente.

A mi madre le tocaba un beso y a mí un pedazo de pan.