lunes, 17 de marzo de 2008

Los atenuantes del alma








Un fogonazo. Sus gritos. Me levanto empapado en sudor.
Tengo una pesadilla recurrente que en los últimos tiempos ha introducido una curiosa novedad: dos judiciales cavan una fosa a la luz de los faros de su camioneta. Yo estoy muerto, enrollado en plástico negro del que se usa en los invernaderos, para que la cal con la que han embadurnado mi cadáver haga antes su trabajo. Los dos policías cavan con parsimonia, saben que no hay prisa, el amanecer todavía demorará y nadie en La Almolda va a salir a preguntar que sucede. La gente ha aprendido con los años que la ceguera, la sordera y la mudez son muy recomendables para llegar a viejecito.
Esa es precisamente la llamativa improvisación: que ocurre aquí, en los Monegros. Antes sucedía allá, en el desierto de Chiguagua, en mi tierra natal, mientras cavaban acompañados por la sombra tenebrosa de un saguaro cayendo sobre sus palas.
Lo que son las pesadillas. Es imposible esquivarlas, se adaptan a la realidad que vives y te encuentran; son consumadas cazadoras. Ahora ocurre justo al lado de la iglesia de San Antonio, bajo la sombra macabra de la tapia del cementerio, y en lugar de palas, los dos policías usan picos para ollar la roca desnuda que emerge del suelo. La misma camioneta y el mismo muerto: yo.
Remordimientos.
Eso es lo que respondió el compatriota Juan Rulfo cuando le preguntaron que sentía al escribir. Una respuesta muy mexicana.
¡Qué güey el viejo! Remordimientos al escribir, decía. Como si no los hubiera también por hablar, por callar, por hacer, por no hacer, por mirar, por desviar la vista... Los remordimientos provienen de todos los atenuantes que el alma no empleó antes de realizar el asesinato. Y las almas son unas descuidadas asesinas en serie.
La mía puede aducir que estaba bebida, que se había aletargado tragando combinados de tequila con un chorro de miedo y una rodaja de vergüenza. Pero el juez fue severo, tal vez justo; en todo caso no había ninguna pena que mi alma no estuviera dispuesta a cumplir ni de la que no se creyese merecedora.
Crimen: el silencio. Veredicto: culpable. Sentencia: destierro. Pam, martillazo sobre la mesa.
De un desierto a otro. De la arena a la roca arrancada de la tierra; del cactus erguido a la sabina; de la serpiente de cascabel al lagarto fardacho. Pero en ambos el sol, orgulloso, impávido, inclemente. Aquí hace algo más de frío, allí suenan más disparos; acá le llaman Monegros, allá le llaman Samalayuca.
Para mí son las dos caras de la misma soledad.
En el cambio he perdido un nombre, un pasado y un mazo de naipes marcados. Por otro lado, he ganado un rebaño de ovejas en alquiler, un pasaporte nuevo, con otra bandera, y varios enemigos de los que, tarde o temprano, sabes que te van a encontrar.


La baraja era mi especialidad. Trabajaba para "Lagarto" Gutiérres. Le hacía de cómplice en las partidas, allanaba el camino para que se ganase unos miles de pesos. Mi cometido era preparar las cartas y marcarle el corte. Me encargaba de analizar el juego de los demás, de derribar adversarios que pudiesen tener una buena baza.
Al Lagarto, perder ni modo. Lo suyo era triunfar. Buenas camionetas, buenas casas, buenas chicas. Todo lo buenas que le permitían sus cinco cargamentos de blanca desapolillada a los esteits. Que era mucho.
Aquel cumpleaños tenía ganas de celebraciones a lo grande. Los allegados le decían que no era muy prudente, estaba tomando demasiada notoriedad y los compañeros de trabajo se lo podían tomar a mal. Me lo pide el ánimo, les respondía; y a los otros, aquí les aguardo, que si quieren, ya saben donde encontrarme.
En este negocio hay que retirarse a edad temprana a riesgo de que le retiren a uno. Y tal vez, eso es lo que intuía Lagarto, que le tocaba la jubilación voluntaria o forzosa. Las palmadas en su espalda habían dejado de ser tan firmes como antaño. Ciertos políticos se atrevían a no recibirle alegando problemas de agenda. Eso hubiera sido impensable tres años atrás pero ahorita recibían sobre de más de uno y se sabían intocables.
Una fiesta, la última, después se acabó. Estaba a punto de conseguir el empeño que les costaba la vida a casi todos. Había que celebrarlo.
Por la mañana llevó a sus hijos al parque. Jugó al fútbol con ellos y luego fueron los cuatro a montar en avioneta. A los chicos les encantaba. Lagarto siempre se quejaba del poco tiempo que le dejaba el trabajo para estar con sus hijos. Como todos, no deseaba que ninguno de ellos siguiera sus pasos. Su mayor anhelo era que fuesen estudiosos y acudieran a la universidad. A cada uno le tenía abierto un fondo bancario donde ingresaba todos los meses mucha plata para ese menester. Contaba las noches de tequila en vena que no se querría morir sin ver a un hijo graduarse en Harvard, pero que si así sucedía, la vida es la vida comentaba enjuagándose las lágrimas, por favor, le dejasen una foto del hijo, con la toga y el sombrerito ese tan gracioso que se ponen, sobre la lápida.
Comió solo. De pequeño, las velas que se van amontonando cada año en la tarta de cumpleaños significan crecer, pero se llega a una edad en la que cada vela es una farola que ilumina el camino hacia tu último estertor .
A pesar de aparecer en mis pesadillas, me gusta la sierra de Alcubierre. Surge de repente, sin aviso, desde las aristas de yeso calcinado, vestida de coscojo y romeral. Puedo estar horas y horas observándola desde mi ventana. Su perfil tiene la virtud de adormecerme el recuerdo; las mañanas soleadas que paseo cerca de la ermita de Santa Quiteria, por los estrechos senderos que la rodean, con el sonido de las agujas de pino quebrándose bajo mis pies y el piar de los pájaros sobre mis cabeza, me sirven de analgésico para el dolor que me incrusta el reflejo del espejo.
En Chiguagua el horizonte no es un efecto físico, es una línea tatuada en la pupila. Allá donde sea que se mire, se puede apreciar nítido y desafiante: en el desierto, en la frontera, en los rostros de la gente, en los botellines de Sol, en los cañones de las armas... Hasta los corazones son simplemente una recta sin fin. Sin embargo, la sierra lo quiebra de cuajo, o tal vez únicamente lo deforma, y uno se encuentra inesperadamente con un nuevo prisma por el que se desmembra la vida.
Para mí, Monegros es precisamente eso: una modo diferente de mirar el mundo, un horizonte desdibujado que filtra los pecados por las arrugas resecas de la tierra.


Para saber tu personalidad, los psicólogos te cuentan que hay un muro muy alto y piden que imagines que habrá al otro lado. Si es un jardín florido con niños jugando y un cielo azul apuntan que eres optimista, vital, alegre.
Los psicólogos no tienen pinche idea.
No importa qué puedes ver al otro lado. Lo que realmente importa es cómo haces para verlo. Hay gente que rodea el muro pacientemente esperando encontrar una entrada, otros que agarran una escalera para saltar por encima, y hay tipos que directamente lo tumban a patadas.
Lagarto Gutiérres era de esos. Lo hacía todo a la brava. A lo macho, como los duros que se han hecho a si mismos.
Habíamos tomado cervezas en la Teta Enroscada. Una por cada año que había cumplido, una por cada larva que deja el cáncer del tiempo. Las muchachas se acercaban sonrientes al rumor de la plata y el tequila, pero Lagarto no estaba entonado. Se las quitaba de encima como espantando moscas. Tenía expresión ausente, las bromas sonaban forzadas, la alegría de la mesa se construía con cartón-piedra. Más que su aniversario parecía celebrar su velatorio.
Compramos un par de botellas de tequila, una caja de cervezas bien fría y abandonamos la Teta. Los mariachis que olfateaban una lucrativa serenata detrás de nuestros tragos y nuestras botas de cuero se quedaron defraudados.
El viento del desierto parece un beso sin saliva. Daba sed y bebíamos. Lagarto pidió al chófer que serenase el volante, sacó una bolsa de nieve, hizo unos pericazos y todos probamos del espejo con incrustaciones de plata.
Me sacudía la nariz cuando la vio Lagarto. Era una muchacha joven, casi una niña. Lagarto le gritó algo, no recuerdo el qué, y ella se ofendió. Tenía carácter para atreverse a hacer aquel gesto obsceno en mitad del anochecer de Ciudad Juárez. Cualquiera hubiera agachado la cabeza y hubiese vuelto por la primera cuadra, pero ella tenía aire de hembra orgullosa.
Lagarto hizo frenar al conductor bruscamente y el coche volvió de reversa hasta la altura de ella. Lagarto salió. Una niña no debe hacer esas cosas tan feas, le dijo.
La muchacha ya no lo veía tan claro, sus ojos se fijaron en el sombrero de piel de serpiente, en la cara curtida, las manos grandes, la pistola en el cinto y los cinco tipos en el carro. Seguramente pensó que aquel gesto había sido una estupidez. Le vas a tener que dar un beso al tío Lagarto, le dijo él tomándola de los hombros. Ella se resistió y largó un grito. Lagarto se rió estruendosamente. Me gustan las potrillas sin domar, le tapó la boca y la forzó dentro del coche. Métele, le dijo al chofer, vamos a seguir la rumba a la cabañita. Esta niña está pidiendo unos papis puritito machos. La muchacha luchaba desesperadamente, daba patadas, bofetadas, incluso le mordió la mano a Lagarto. Éste se reía, en sus ojos había aparecido un brillo como de ansiedad, como de excitación. En cambio, los ojos de la chica estaban desorbitados, solamente se veía pánico. Se cruzaron un momento con los míos suplicando ayuda. Un auxilio que no le podía dar. Yo era parte del problema no de la solución.
La cabaña estaba situada en mitad del desierto, a veinte millas de la casa más próxima. Bajamos a la chica. Comenzó a chillar. En ese momento, Lagarto disparó dos veces al aire y rompió el cuello de una botella con el cañón del arma. Bebió un trago. Ay lindita, aquí ya puedes gritar tanto como quieras, hasta que se te despelleje la garganta, que sólo te van a oír los cuervos y las serpientes. Todos rieron. Ella quiso correr pero le balacearon, levantando polvo a sus pies, hasta que se detuvo. Más risas. Lagarto la besó violentamente, metiendo la cabeza entre su cuello mientras aspiraba apasionadamente, como un vampiro que robase a la chiquilla toda la juventud que a él se le escapaba. La metieron en la cabaña a empentones.
Entonces, únicamente sus gritos.
No quise entrar. Me apoyé en la camioneta y prendí un cigarrillo. Los aullidos de la chica les enervaban, se escuchaban sus risotadas. Se turnarían. La imagen y los gritos me taladraban el alma. No aguanté más, comencé a caminar hacia el desierto. En el cielo había una inmensa y violenta luna roja, parecía una esponja que hubiera absorbido sangre; el pañuelo con el que limpiarían la frente de la chiquilla antes de enterrarla.
En eso también hay diferencia. Acá, la luna no es roja como en Chiguagua, acá es pachona y amarilla. Las ocasiones que anda llena, la luna es un inmenso queso color despensa. Cuando me escapo a fumar de noche mientras imagino la forma de las sombras, la luna de los Monegros siempre me da hambre.
Caminé harto hasta que los chillidos dejaron de escucharse, hasta que mi mente se fundió con las espinas de los arbustos, hasta que el sonido orquestal del desierto me invadió los ojos.
Como un escupitajo, al tiempo que ya creía que me besaba el silencio, amortiguado por la distancia, sonó un disparo.
Comencé a caminar de regreso, sabía que ya no iba a escuchar más gritos.
Al menos aquella noche.


Encontraron el cuerpo en la cuneta de una carretera. Apareció en algunas páginas de los diarios pero pronto le siguieron otros y se terminó olvidando.
Ya no buscaba la compañía de los compadres. Acudía a las partidas y realizaba mi labor pero la victoria ya no satisfacía a Lagarto que me observaba receloso cuando denegaba sus propuestas de barbacoas y tragos, una tras otra, con excusas endebles.
Aquello resultaba peligroso, un chacal no puede sobrevivir fuera de la manada y yo me alejaba peligrosamente. Estaba recorriendo el camino que separaba a un cómplice de un delator. De ser un amigo, me había convertido en un testigo.
Me sentía sucio y andaba por el día duchándome tres y cuatro veces; al irse la luz sus gritos tronaban por las paredes del cuarto. Me habían salido ojeras y comía poco. Evitarlo, pero, ¿cómo hubiera podido?
Me preguntaba si ellos también escucharían los gritos, si les martillearían los oídos doblando la almohada sobre sus orejas para hacerlos desaparecer, pero los observaba en la cantina, los ojos de Lagarto habían recuperado de nuevo el brillo, parecía haberse guardado la vitalidad de la muchacha, y sabía que no era así. Lo sentían un hecho terminado, destruido en las cavernas recónditas de la memoria.
Esperaba la llamada de Lagarto que me citase en un motelito de las afueras. Mi turno. Mi disparo.
La camioneta me alcanzó en plena calle. Allá los carros no necesitan sirena ni matrícula para largar su procedencia. Desde niño se desarrolla un olfato especial para los carros. Se distinguen los carros de los traficantes, de la policía, de los comerciantes, de los maestros... Cada carro canta la melodía de sus dueños. Aquel era un carro de la judicial. ¿Qui hubo mano? Acompáñenos una vueltita no más, para una platica de compadres. Era la primera vez que me importunaba la policía, hasta aquel momento yo era simplemente el último de los últimos. Me negué. Ay, mano, no lo ponga más difícil, que mejor que lo subamos será que lo haga usted por su pie. Me detuve un instante, miré a mi alrededor, me había puesto nervioso. En cinco minutos, Lagarto ya se habría enterado que había subido a una camioneta de la policía.
Dentro me esperaba Luciano Villa, inspector de la judicial. Villa recibía el salario de varios patrones y era reconocido su empleo de lavandero de trapos sucios de la principal competencia de Lagarto en el negocio de exportación de lana sin garrapatas al vecino del norte. La cercanía me dejó oler su poderosa loción de afeitado. Era joven, guapo, cruel y conciso. Me expuso el negocio breve y claramente, sin paños de agua caliente. Conocían la parranda de Lagarto el día de su cumpleaños, sabían de mi difícil situación actual con él, me daban cien mil dólares, protección y una casa en el lugar del mundo que desease si declaraba contra él.
Sólo necesité meditarlo un segundo. Me negué.
Mire gallito, usted anda en su punto de mira, después de saber que ha estado en esta camioneta, el aire le va a durar bien poco. ¿Qué cree que va a pensar? Pensará que ya lo ha cantado. Y usted es viejo en esto, sabe qué les ocurre a las lenguas sueltas.
Negué otra vez. El negocio estaba claro, si conseguían cargarle el paquete al Lagarto se lo quitaban de delante sin sangre. Todo limpio, legal. Estaba seguro de que incluso habían hablado ya con los socios de Lagarto en los esteits para ocupar su lugar. Lagarto ya era historia pero no podía traicionarle. Aun él propio Lagarto creyese que así lo había hecho, no podía. Todavía no he podido encontrar la razón.
Los gritos continuaban cada noche, el rostro desencajado de la muchacha aparecía en mi espejo. Lo único que tenía claro es que aquel asesinato de la prietita pedía justicia, no un arreglo comercial.
Me negué de nuevo. Ni siquiera había abierto la boca.
Villa me miró sonriente. Mírese, me dijo, con esos ojos, ese olor... ¿Sabe mano? Ese olor es el olor de la muerte.
La camioneta frenó de repente y la puerta se abrió. Villa me empujó a la calle, salí tropezando y entonces me di cuenta de que me habían abandonado en mitad de la calle principal, al lado de un restaurante con unas terrazas, en la acera donde solía comer Lagarto.


En mi tierra hay un dicho que afirma que siempre hay que tener un amigo que nadie más conozca por si un día te persigue la policía. En mi caso me perseguía la policía, Lagarto Guitérres y mi conciencia.
Menos mal que yo tenía ese amigo.
De momento, he conseguido escapar de los dos primeros. Sus gritos y su rostro me han encontrado y acuden cada noche puntuales como amantes desesperados. El desierto de Monegros los suaviza, los hace filos sutiles que cortan sin desgarrar, que matan de a menudo. Al menos el sufrimiento ha desaparecido; queda la desesperación, la impotencia y la culpabilidad. Paseo con el rebaño de ovejas de mi amigo, me ha enseñado a dirigirlo, a ordenar a los perros, a darles de comer y, ahorita, estoy aprendiendo a esquilar. Los sábados juego al guiñote y procuro no ganar siempre. Me llaman el Mejicano. Pronuncian la jota con aspereza, con contundencia. Las manecillas del reloj de los Monegros son anclas que me fijan a la tierra permitiendo que mi ayer pase de largo.
Pero estoy cansado. La pesadilla ha vuelto.
En Ciudad Juárez no mata un nombre propio, no mata un número de cédula ni un sujeto fiscal; en Ciudad Juárez matan los silencios, las lenguas que se atan, las sombras que pasean por las calles.
En Ciudad Juárez mato yo.
¿Cómo comprenden que pueda dormir sabiendo eso?
Por ese motivo, tarde o temprano, sé que llegará el momento en el que me despierte con la noche anclada en mi ventana y veré el fulgor de unos faros de camioneta deslumbrando el vidrio.
Ya no sentiré miedo.
Sentiré alivio.

jueves, 13 de marzo de 2008

Cura de sueños


La rosa de los vientos yace pisoteada al borde del camino. Le doy agua pero tiene un disparo en el vientre y siente dolor. Decía el poeta Vicente Huidobro que “los cuatro puntos cardinales son tres: norte y sur”. Pero ahora la verdad no es poesía: es materia. Bienvenido al mundo donde no se es sino siendo en contra, donde las partes se toman por el todo y el todo no importa.
Lo dice la Biblia, somos cristianos: Caín contra Abel, la SER contra la COPE, ACS contra FCC, el Santander contra el Bilbao-Vizcaya, Obama contra Clinton, Clinton contra Bush, la industria armamentística contra la industria informática. Llevo a mi hijo al equipo de debate. Ley D´Hondt. Mañana no me esperes levantada, mira ese degenerado que ha pagado por un polvo. Otro muerto en el estrecho, beneficios residuales, coche nuevo, regálame un móvil, fiesta de Barcardi los viernes en el club; vamos, otra copa, antes de que llegue la crisis.
Da lo mismo quién gane porque ganan los mismos. Ganan los que visten de corbata y se hacen la manicura, los artistas que salen en la foto, los consejeros delegados de la constructora, los primos de los amigos de los familiares de la suegra. Da lo mismo quién gane porque yo gano. Dentro de cuatro años jugamos de nuevo. ¿Quién dijo que esto no es democracia?
Ya he terminado. Me subo la bragueta, procuro no pillarme un huevo. Me lavo las manos por costumbre más que por ganas. Sin duda estoy desorientado. Por favor, ¿alguien me indica dónde está la salida?

domingo, 2 de marzo de 2008

Castillos


Al despediros, sus dos besos son de papel reciclado. Inclina mucho la cabeza, hurta el cuerpo de cualquier contacto y ofrece el desierto de sus mejillas, llevándose el resto de la cara –los labios, los ojos, la nariz, ella– bien lejos. No son dos besos, parecen dos escupitajos.

Tú dices algo, no sé, una frase que recuerdas de alguna película. Dices algo porque no quieres estar callado, porque te has quedado solo a pesar de que su mejilla siga allí. Dices algo, o tal vez sólo lo farfullas, porque uno no se despide de los cadáveres.

Después de separaros buscas su mirada, no pides explicaciones, quieres agarrarte para no caer, pero ya no está, habla con otro. Parece aliviada.

Sales del bar y piensas que las personas somos castillos; que hay castillos donde puedes pasear por su interior y que algunos te gustan y que otros no; que todos tienen estancias abiertas y cerradas, que algunas se abren con el tiempo y que otras no se abrirán nunca. Y piensas también que ella es un castillo con muros muy altos, muros como decía Salvador Cardenal, muros tan grandes como cielos de pie. Están rodeados por un foso muy profundo, de paredes abruptas, un hueco sin final donde si caes sólo espera el dolor. Y para entrar, únicamente ha dejado una débil pasarela, un tablón de obra que se balancea ofreciéndote vértigo.

Mientras vas recogiendo los pedazos de noche que encuentras en el suelo, sabes que eres demasiado cobarde para intentar cruzarla.