lunes, 7 de abril de 2008

García Márquez y el beso








Recuerdo que vendía flores y que a mí me dolía la cabeza. Me había tomado una aspirina. Las ofrecía apoyadas sobre un carrito con ruedas que tenía atados dos perros. Por el día le servía de mostrador, por las noches, colocaba el toldo y dormía allí. Trabajaba en casa. Estaban algo mustias, seguramente las había robado del cementerio porque había crisantemos, y margaritas y claveles con los tallos enrollados en la misma forma que les habían dejado las coronas.

En una esquina del carro-mostrador-casa había unas fotocopias. Cinco mil pesos marcaba un cartel sobre ellas. Las hojeé. Eran una copia del último libro que García Márquez iba a sacar. Todavía faltaban dos semanas para la presentación. Me sonreí, la miré. Era joven pero nunca sería guapa. Tenía el pelo revuelto y, seguramente, mucha cera en los oídos. Sin embargo aún le quedaban todos los dientes. Leí el primer párrafo. Son diez mil pesos, monito, me dijo. Al cambio, no llegaba a cuatro euros. Dejé las fotocopias grapadas y saqué la cartera. En Bogotá no acostumbraba a cargar encima más que el dinero justo para el almuerzo y una cerveza. Aquello me quitaría de comer. Pero no tuve tiempo. Un muchacho se paró a mi lado. Vestía unas gafas pegadas con cinta de papel, de esa que se emplea para tapar antes de pintar la casa. Tomó las fotocopias, sonrió, sonrió a la chica. Son dos mil pesos, mano, y un beso. Era descarada. Él le dio el billete y el beso. La tomó de la cara y le besó la mejilla con suavidad. Yo comí aquel día y, mientras terminaba la bandeja paisa, envidié al viejo Márquez. Sus textos todavía hacían justicia con los labios.

Me compré otra aspirina.