lunes, 20 de octubre de 2008

A caldo



Un poco más de sal…
Cuando estoy malita me gusta prepararme un buen caldo. Eso es porque no tengo el carné de madre. Si tuviera el carné de madre sabría que lo mejor para el constipado son las natillas. Una madre hubiera bajado al super y te hubiera subido doce natillas. Con eso se arregla todo. Que tienes cáncer, pues una verdadera madre lo soluciona con unas natillas.
Si las madres fueran médicos, en lugar de vacunas darían natillas a los bebes. Cuando mi madre vivía, con le primer estornudo, me obligaba a meterme en la cama, bajaba al super y subía cargada con su bolsa de natillas.
Pero mi madre ya me lo decía ya, mientras me enterraba en mantas y me ahogaba con las natillas: hija mía, tú no valdrás para madre, tú sólo vales para matarme a disgustos. Ay, cristo bendito de la amapola sangrante, qué cruz de chiquilla.
Remuevo bien y tapo. La carne debe cocer lentamente para sacarle toda la sustancia.
Luego, cuando esté bien blanda, haré croquetas con ella.
Recuerdo a mamá leyéndome la Biblia por la noche antes de dormir. Adán y Eva. Era lo que más le gustaba. Igual eso le recordaba la época que fue feliz con mi padre.
Fuese mi padre quien fuese.
Porque mi madre nunca me lo quiso decir, ni a mí ni a nadie. Si se me ocurría preguntar, me cerraba la boca con esos bofetones suyos secos, silenciosos. Y luego, antes de dormir, mientras la cara me ardía, toma, Adán y Eva, la costilla, el árbol, la puta manzana y ale, a la calle, a ganarse la vida arrastrando el culo por ahí.
Pues para mí que lo tuvieron merecido, que para un árbol que les prohíben, y de manzanas encima, que si hubiese sido un plato de cordero asado… Ya son ganas de complicarse la vida.
Si esos eran los primeros padres, entiendo perfectamente a qué hemos llegado. No me digan que no se veía venir.
Vestía siempre de negro la mujer, que yo la veía y se me representaba una cucaracha grande. Cuando íbamos a comprar todo el mundo la trataba con mucha amabilidad, le cedían el paso en las puertas (por favor, doña Blanca usted primero), permitían que fuese la primera en la carnicería (pida, pida Doña Blanca)…
Pero siempre esa sonrisa.
Todos.
Esa sonrisa que clavaba la vista de mi madre en el suelo.
La sonrisa de saberse mejores que ella. De tener un hijo con apellidos identificados.
Tal vez un poco de pimienta, y unas hojas de laurel… El caldo debe salir con gusto.
Cuando regresábamos de comprar mi madre no me dejaba jugar. Nos arrodillábamos en el salón y rezábamos. Cogía el rosario y lo apretaba con las manos como si lo quisiera aplastar. Yo sabía que era menester cerrar los ojos y rezar con ella, sabía que si abría los ojos o dejaba de musitar las oraciones interminables del Rosario, mamá se volvería hacia mí, me abofetearía, me arrastraría de los pelos y me encerraría en el armario donde guardaba la ropa vieja de la abuela, sabía que me tendría allí hasta que no aguantar más y me hiciera pis encima.
Entonces, todavía se enfadaría más…
No me gustaba ir a comprar con mi madre. Yo era su manzana.
En cambio, cuando me llevaba a la escuela o íbamos a la iglesia, mamá siempre sonreía, lo hacía así, bajando los ojos, como si tuviese la sonrisa empañada o algo metido entre los dientes. Sonreía como menean la cola algunos perros, esos que no se atreven a que les acaricies. La gente le saludaba a la puerta pero siempre tenía un banco en la iglesia para ella sola y nunca pasaba a comulgar.
De nuevo, a la salida, otra vez las sonrisas. Vaya con Dios, doña Blanca; cuídese Doña Blanca.
Decían que era muy tierna pero, la verdad, para hacer un buen caldo, yo prefiero el pollo.