EL GUETO.
Martín Roldán Ruiz
(Versión original en http://generacion-cochebomba.blogspot.com/2009/01/el-gueto.html)
Todas las mañanas muy temprano sale hacia el camino que lo lleva a otro camino mucho más largo y ancho, para ir a trabajar. El sol está saliendo; y una y otra vez, observa los escombros de los viejos edificios, que de tanto esperar se están cayendo de tiempo y de balas. De alguna puerta inexistente, donde se hacina gente como él, sale otro que también tiene el privilegio de contar con un trabajo. No llevan distintivos, sólo las cartillas que les permiten trabajar. Pero, saben bien, que ninguno de los que se van uniendo en ese largo camino, son considerados algo dentro de esa tierra que es su patria.
Poco a poco va distinguiendo entre la bruma que se va aclarando con los minutos, a los uniformes verdeoliva, de cascos anchos y fusiles largos, que lo observan. Esos ojos tienen el color del desprecio, del que se considera superior, del que se siente distinto. Pero, también, del que se siente amenazado. El miedo del que se sabe en tierra hostil.
Camina sin mirarlos, porque un mal paso o un movimiento en falso podrían acarrearle un tiro por la espalda. Ya lo había visto tantas veces como tantas había visto las lágrimas de su familia, de sus amigos, de sus vecinos. Funerales que reemplazaban a los matrimonios y cumpleaños de gente que de joven sólo tenían la alegría. al momento de morir.
Al final de su caminata llega a un puesto de vigilancia. No pasan de una cincuentena. Trabajan en el campo cercano, fuera de las murallas y barricadas que limitan su vida y su esperanza. Lo revisan minuciosamente, mientras le hablan en una lengua extraña, que de tanto escucharla le suena a ladridos de perros feroces. Por eso ante las mismas preguntas, sólo asiente con la cabeza y espera que le den la orden de avanzar.
Trabaja de Sol a Sol. Pero, sabe que cuando regrese no encontrará mucho para consumir. Porque en donde lo esperan, solo hay unas horas de electricidad al día. El gas escasea y el agua también. Y los alimentos entran de contrabando o de la ayuda de algunos caritativos. Pero, igual, lo que gana le proporciona un extra para su familia. Una esposa y una hija que cuando se despiden de él, cada mañana, no saben si regresará.
Cuando lo hace, agradece el estar junto a su familia una vez más. Pero sabe que cada día que pasa, es un día menos para él, y uno más para su hija. Y en el silencio de la noche, se pregunta si vale la pena que crezca en ese arrinconamiento. Porque desde el día de la invasión, los fueron empujando de su lugar natural, muy lejos hacia el este, hasta prácticamente encarcelarlos en un pedazo de tierra, desconocida. Donde todo se estaba derrumbando, hasta la esperanza.
Por eso tiene que compartir una casa, con muchos miembros de su familia y otros que no lo son. Demasiadas personas, para poder mirar más allá de la sonrisa de su hija que corretea entre los ladrillos y el polvo del desmonte. Y lo único que lo hace fuerte es la certeza de su fe. La creencia de que su Dios nunca lo abandonará. Y que algún día la invasión se terminará y todo habrá quedado atrás, y habrá pasado tan rápido como una plegaria. Por eso reza, y los sufrimientos de la escasez y del amontonamiento, se atenúan. Mientras los invasores se mantengan lejos, aún se puede vivir.
Pero un día sin nombre los invasores decidieron que había que entrar, que no iba más ese rincón olvidado. Porque desde allí se ponía en peligro la seguridad del estado y de la raza. De esos mismos que a sangre y fuego se habían metido en una tierra que no les pertenece, pero que consideran el espacio vital necesario para sobrevivir a costa de los que ya estaban establecidos allí. Muchos que no toleraban quedarse con las manos quietas, dispusieron hacer la lucha. Sin armas, sin tanques, sin cañones, decidieron poner bombas allí donde se reunía el enemigo: Cafés, bares. Morían inocentes y culpables. Lastima, se decían, son ellos o nosotros. Ese fue uno de los motivos, para que se decidieran a acabar de una vez por todas con ellos.
Entonces, en vez de que le dieran la orden de avanzar, le empujaron y le ordenaron que regresara por donde había venido. En un principio intentó mostrar la cartilla que le permitía salir, pero recibió la amenaza de un balazo si no obedecía.
Obedeció. Corrió y corrió por llegar donde los suyos. Y cuando ya estaba por llegar escuchó las primeras explosiones, los primeros disparos y rogó y rogó que a su esposa e hija, no les pasara nada, al menos mientras no estuviera junto a ellas. Y una vez reunidos, se sintió tan feliz de verlas, de abrazarlas. hasta que escucharon muy cerca el rumor de los tanques, las ráfagas de las balas, los gritos del combate. Y la muerte que sabía les esperaba en cada explosión que caía del cielo como una condena.
(Relato sobre Cracovia, 1943)
http://hankover.blogspot.com/2009/01/el-gueto-martn-roldn-ruiz.html