martes, 1 de septiembre de 2009

Invierno


Sólo le quedaba la idea de sobrevivirle, de no dejarle solo, en carne viva, frente a la residencia, al desayuno a las nueve, las visitas desganadas de los nietos cada domingo alterno, los atardeceres interminables.
La vida era algo que había pasado fugazmente, apenas unos recuerdos de algunos cumpleaños, del hermano muerto en la guerra o de las vacaciones que fueron con los hijos a las Canarias. Respirar siempre se hace corto.
No le faltó la complicidad de la nieta, ni el valor, ni la sonrisa, al deshacer las pastillas en el zumo de naranja. Él siempre había sido raro con los desayunos. Se cansaba pronto de todo. Tan pronto pasaba una temporada comiendo fruta como la abandonaba de repente y se pasaba al café con leche y magdalena, o dejaba éste y continuaba con el pan untado en tomate.
Bebió el zumo. Estaba guapo como cuando la llevaba a cenar, o cuando hacían el amor en el coche por descampados hostiles. Se lo contó. Y él sonrió. Siempre me has cuidado demasiado, dijo, y los ojos se le fueron cerrando.
Esperó unos minutos, luego llamó a la enfermera. Pobre señora María, le consolaban, pobre señora María.