martes, 1 de septiembre de 2009

Invierno


Sólo le quedaba la idea de sobrevivirle, de no dejarle solo, en carne viva, frente a la residencia, al desayuno a las nueve, las visitas desganadas de los nietos cada domingo alterno, los atardeceres interminables.
La vida era algo que había pasado fugazmente, apenas unos recuerdos de algunos cumpleaños, del hermano muerto en la guerra o de las vacaciones que fueron con los hijos a las Canarias. Respirar siempre se hace corto.
No le faltó la complicidad de la nieta, ni el valor, ni la sonrisa, al deshacer las pastillas en el zumo de naranja. Él siempre había sido raro con los desayunos. Se cansaba pronto de todo. Tan pronto pasaba una temporada comiendo fruta como la abandonaba de repente y se pasaba al café con leche y magdalena, o dejaba éste y continuaba con el pan untado en tomate.
Bebió el zumo. Estaba guapo como cuando la llevaba a cenar, o cuando hacían el amor en el coche por descampados hostiles. Se lo contó. Y él sonrió. Siempre me has cuidado demasiado, dijo, y los ojos se le fueron cerrando.
Esperó unos minutos, luego llamó a la enfermera. Pobre señora María, le consolaban, pobre señora María.

lunes, 13 de abril de 2009

Kosolapov



El año que se suicidó mi hermano, el Sporting fichó a Kosolapov.

Era un centrocampista que nunca entendió que significaban la cosa redonda que corría por la hierba. Cuando debía cubrir a su hombre, estaba haciendo una ayuda a un compañero; si debía hacer una ayuda a un compañero, corría pegado a un jugador contrario.

Una vez lo encontré en la playa. Era finales de septiembre. Tenía el aspecto de un San Bernardo con el barrilete vacío. Poca gente aprovechaba el veranillo de San Martín. Él miraba al mar fijamente. Le pedí a mi madre un papel para que me firmara un autógrafo y me dio un ticket del supermercado. Me acerqué con timidez, le extendí el papel y el lápiz. Me observó durante unos instantes, casi asustado, incapaz de sonreír.

Tomó el papel, escribió algo en ruso e hizo un garabato. Yo me volví con mi madre, no miré siquiera la firma. No le dije mi nombre. Al poco rato, se puso una camiseta y se fue.

Sólo marcó dos goles aquella temporada. No terminó la temporada, en diciembre volvió a Rusia.

Todavía conservo el autógrafo aunque nunca lo he leído.


miércoles, 25 de marzo de 2009

MIS VECINOS


Por la ventana de mi salón veo las antenas, las chimeneas y el amianto de los tejados. Un poco más abajo, el hijo de los vecinos juega con una consola conectada a la televisión. Simula que es un soldado y mata otros soldados entre las ruinas de una ciudad. Cuando le matan a él, mueve rápido los dedos y la partida comienza de nuevo en el sitio donde se quedó. Desconoce que, en las entrañas del aparato, hay costillas de algo que se llama tantalio.

Por la ventana de la cocina me asomo a un patio interior gris, donde la luz no se atreve a entrar. El hijo de otros vecinos limpia un kalashnikov con lentitud. Mientras pasa un cepillo de dientes por el interior del cañón, sueña que juega a la pelota. Cuando lo maten, se lo comerán los buitres en el sitio que caiga. Desconoce que, en las entrañas de la tierra que pisa, hay una mezcla de minerales llamada coltán.





sábado, 21 de febrero de 2009

Olivas

Dicen que sueñas.
Me lo contaba mi abuelo mientras se sacaba los huesos de la boca con la velocidad de una ametralladora. Si comes olivas por las noches, sueñas. Me confesaba, por lo bajo, para evitar que mi padre lo pudiese escuchar, que desde la muerte de la abuela, con un puñado de esas olivas negras que recogíamos del suelo, escarbando entre los terrones de tierra, de los campos del marqués, podía verla todas las noches.
Sabía que no era real, pero hacía más llevaderos los días. Como solía comentar: los sueños son el cine de los pobres.
Con los años, alguien me lo comentó. Alcaloides.
Es la misma sustancia que tiene la marihuana o el hachís. Las olivas contienen alcaloides en pequeñas concentraciones.
Ahora, por las noches, cuando me sirven una ensalada, retiro las olivas.
Nunca sabes en qué esquina hay que torcer ni en qué sueño aparecerá tu abuela.

domingo, 25 de enero de 2009

¿GAZA?

EL GUETO.
Martín Roldán Ruiz
(Versión original en http://generacion-cochebomba.blogspot.com/2009/01/el-gueto.html)





Todas las mañanas muy temprano sale hacia el camino que lo lleva a otro camino mucho más largo y ancho, para ir a trabajar. El sol está saliendo; y una y otra vez, observa los escombros de los viejos edificios, que de tanto esperar se están cayendo de tiempo y de balas. De alguna puerta inexistente, donde se hacina gente como él, sale otro que también tiene el privilegio de contar con un trabajo. No llevan distintivos, sólo las cartillas que les permiten trabajar. Pero, saben bien, que ninguno de los que se van uniendo en ese largo camino, son considerados algo dentro de esa tierra que es su patria.

Poco a poco va distinguiendo entre la bruma que se va aclarando con los minutos, a los uniformes verdeoliva, de cascos anchos y fusiles largos, que lo observan. Esos ojos tienen el color del desprecio, del que se considera superior, del que se siente distinto. Pero, también, del que se siente amenazado. El miedo del que se sabe en tierra hostil.

Camina sin mirarlos, porque un mal paso o un movimiento en falso podrían acarrearle un tiro por la espalda. Ya lo había visto tantas veces como tantas había visto las lágrimas de su familia, de sus amigos, de sus vecinos. Funerales que reemplazaban a los matrimonios y cumpleaños de gente que de joven sólo tenían la alegría. al momento de morir.

Al final de su caminata llega a un puesto de vigilancia. No pasan de una cincuentena. Trabajan en el campo cercano, fuera de las murallas y barricadas que limitan su vida y su esperanza. Lo revisan minuciosamente, mientras le hablan en una lengua extraña, que de tanto escucharla le suena a ladridos de perros feroces. Por eso ante las mismas preguntas, sólo asiente con la cabeza y espera que le den la orden de avanzar.

Trabaja de Sol a Sol. Pero, sabe que cuando regrese no encontrará mucho para consumir. Porque en donde lo esperan, solo hay unas horas de electricidad al día. El gas escasea y el agua también. Y los alimentos entran de contrabando o de la ayuda de algunos caritativos. Pero, igual, lo que gana le proporciona un extra para su familia. Una esposa y una hija que cuando se despiden de él, cada mañana, no saben si regresará.



Cuando lo hace, agradece el estar junto a su familia una vez más. Pero sabe que cada día que pasa, es un día menos para él, y uno más para su hija. Y en el silencio de la noche, se pregunta si vale la pena que crezca en ese arrinconamiento. Porque desde el día de la invasión, los fueron empujando de su lugar natural, muy lejos hacia el este, hasta prácticamente encarcelarlos en un pedazo de tierra, desconocida. Donde todo se estaba derrumbando, hasta la esperanza.

Por eso tiene que compartir una casa, con muchos miembros de su familia y otros que no lo son. Demasiadas personas, para poder mirar más allá de la sonrisa de su hija que corretea entre los ladrillos y el polvo del desmonte. Y lo único que lo hace fuerte es la certeza de su fe. La creencia de que su Dios nunca lo abandonará. Y que algún día la invasión se terminará y todo habrá quedado atrás, y habrá pasado tan rápido como una plegaria. Por eso reza, y los sufrimientos de la escasez y del amontonamiento, se atenúan. Mientras los invasores se mantengan lejos, aún se puede vivir.

Pero un día sin nombre los invasores decidieron que había que entrar, que no iba más ese rincón olvidado. Porque desde allí se ponía en peligro la seguridad del estado y de la raza. De esos mismos que a sangre y fuego se habían metido en una tierra que no les pertenece, pero que consideran el espacio vital necesario para sobrevivir a costa de los que ya estaban establecidos allí. Muchos que no toleraban quedarse con las manos quietas, dispusieron hacer la lucha. Sin armas, sin tanques, sin cañones, decidieron poner bombas allí donde se reunía el enemigo: Cafés, bares. Morían inocentes y culpables. Lastima, se decían, son ellos o nosotros. Ese fue uno de los motivos, para que se decidieran a acabar de una vez por todas con ellos.

Entonces, en vez de que le dieran la orden de avanzar, le empujaron y le ordenaron que regresara por donde había venido. En un principio intentó mostrar la cartilla que le permitía salir, pero recibió la amenaza de un balazo si no obedecía.

Obedeció. Corrió y corrió por llegar donde los suyos. Y cuando ya estaba por llegar escuchó las primeras explosiones, los primeros disparos y rogó y rogó que a su esposa e hija, no les pasara nada, al menos mientras no estuviera junto a ellas. Y una vez reunidos, se sintió tan feliz de verlas, de abrazarlas. hasta que escucharon muy cerca el rumor de los tanques, las ráfagas de las balas, los gritos del combate. Y la muerte que sabía les esperaba en cada explosión que caía del cielo como una condena.

(Relato sobre Cracovia, 1943)
http://hankover.blogspot.com/2009/01/el-gueto-martn-roldn-ruiz.html