sábado, 19 de enero de 2008

El niño sin alma


El niño sabía que no tenía alma.
A veces se reía por esa razón; era curioso percatarse de que no se tenía algo que no se sabía qué era. Había pasado largas horas buscando incesantemente por todos los rincones de su cuerpo, había pellizcado en sus brazos y clavados sus dedos entre las costillas del pecho en busca del alma. También se había hecho cosquillas en las plantas de los pies y había hurgado hasta sentir dolor en su nariz, en sus oídos y en su boca para llegar a lo más profundo de su interior. Incluso se había hecho pequeños cortes en los antebrazos y la palma de las manos con la cuchilla del estuche de manualidades pero sólo sangre, roja y viscosa, de sabor ferroso, había salido por las heridas.
El niño sabía que no tenía alma, y no porque a veces, cuando estaba de monaguillo, añadiese vinagre al vino de Mosén Francisco para que le echasen las culpas a su compañero Dieguito.
El padre Francisco hablaba de Dios en la iglesia. A pesar de que el niño permanecía serio cuando le ayudaba en la ceremonia con el traje blanco y rojo, o estaba sentado con sus padres en los bancos de madera, se reía por dentro. A Dios le pasaba como al alma: todo el mundo hablaba de él pero nadie lo había visto nunca.
Tal vez es que Dios era lo mismo que el alma, o puede que ambos no fuesen nada más que la sangre que se hacía con la cuchilla.
Tampoco lo sabía porque nunca se supiera la lección cuando don Félix le sacaba a la pizarra para preguntarle qué era un sinónimo o para recitar la tabla de multiplicar del siete, la más difícil. El niño se aburría mucho en clase. Las lecciones eran estúpidas y no tenían sentido. Don Félix le solía decir que era un burro, que si no estudiaba siempre sería un burro, y acompañaba el consejo con dos palmetazos de la gran regla de madera en la mano para que quedase más claro. Es por tu bien, se excusaba don Félix.
Pero nadie ganaba al niño chutando el balón; era el mejor preparando trampas para cazar a los gatos que vivían en el basurero y podía acertar con su tirachinas a una lagartija que estuviese en la otra acera de calle.
El niño sabía que no tenía alma, y no porque al salir al recreo le pegase a Miguel si no le daba el batido de chocolate que su madre le preparaba cada día para almorzar. A Miguel, su madre le daba otro batido para merendar y un helado los domingos después de comer.
Miguel tenía un balón de reglamento que a veces se traía a clase. Todo el mundo le rodeaba en el recreo y él asignaba los equipos como si fuera un rey ordenando a sus caballeros. Miguel era muy malo, por eso elegía en su equipo a Pedrín y a Manu que eran los mejores de la clase y se ponían con él porque era el dueño del balón. Miguel nunca elegía al niño para su equipo y el niño siempre perdía.
De todos modos, en ocasiones, el niño creía sentir una hinchazón en su pecho. Algo parecido a un estornudo que no quiere salir y se queda allí, en tu nariz y en tus ojos, burbujeando hasta que te hace llorar. Entonces se levantaba, corría a la ventana y miraba a las estrellas. Soñaba que estaban atadas por hilos de luna y que se podía caminar sobre ellos. Dejaba pasar los minutos observándose en el vidrio oscuro e intentando encontrar algo diferente en su reflejo. Esto ocurría en las noches que su padre volvía tarde, haciendo ruido, y su madre lloraba. En esos momentos, su padre gritaba mucho y el niño podía escuchar golpes sordos de muebles cayendo y vajilla rompiéndose en mil pedazos. Las mañanas siguientes, el padre se levantaba maldiciendo para ir a trabajar, la madre se quedaba en la cama hasta muy tarde y el niño se tenía que preparar el desayuno. Y llegaba tarde a clase y don Félix le decía que era un burro y Miguel no le elegía en su equipo de fútbol, y esa tarde el niño salía furioso a lanzar piedras a los gatos.
El niño ya había descubierto que no tenía alma, pero no por ello se sentía triste ni desdichado. Al contrario. Era lo único que le unía al mundo donde vivía.
El niño sabía que no tenía alma porque al mirarse en el espejo se veía a sí mismo; y para tener alma había que ver a los demás.