miércoles, 28 de noviembre de 2007


Uno nunca termina de leer, aunque los libros se acaben, de la misma manera que uno nunca termina de vivir, aunque la muerte sea un hecho cierto.

Roberto Bolaño

martes, 27 de noviembre de 2007

Besos, café y pan



Mi padre solía repetir que el mejor amigo del hombre no era el perro sino el café. Lo recuerdo de madrugada, mientras el viejo pastor de aguas arañaba la puerta para entrar, cociendo el colador de tela. En aquella época, aquel colador se hervía durante varios días, hasta que el agua adquiría el color de los charcos recién formados y sabor a sueño atrasado. Mi madre se levantaba más tarde, con mis hermanos pequeños; bordaba por la noche mantones que luego lucían las mujeres afortunadas en las procesiones de Semana Santa. Siempre encontraba tibio el líquido negro, a la temperatura de la sangre, listo para beber.

Hay tres cosas que nunca deben faltar en una casa, me contaba mi padre mientras yo untaba los bizcochos duros, un beso para la mujer, pan para los hijos y café para el marido. Recuérdalo. Luego, contradiciéndose, me daba el beso a mí, dejaba el café preparado para mi madre y le tiraba al perro un trozo del pan de su almuerzo. El fusil colgaba de un clavo en la entrada, siempre bien engrasado, frío, amenazador. Cuando abría la puerta para acudir al trabajo, nos visitaba un soplido frío que se introducía entre los calcetines y el pantalón del pijama. Los pelos se erizaban y yo conjeturaba que era un aviso de que mi padre no regresaría aquella vez.

Era guardia jurado de un polvorín y, aunque mi imaginación infantil le representaba haciendo frente a tiro limpio a cientos de bandidos, deseosos de robar la dinamita de la obra para cometer sus fechorías, siempre retornó a casa a la hora de la cena. Con la boca del fusil protegida de la lluvia y el pastor trotando detrás.

Abrieron el bar una primavera. Lo regentaba la señora Carmen, una mujer que de joven había ido a trabajar a la capital. Cuando regresó, unos decían que le había repudiado su marido porque no le daba hijos, otros que había sido puta… La única verdad es que tenía unos ahorros con los que arregló la vieja vaquería de sus padres y puso una repisa con botellas de licor, dos toneles de vino y una cafetera italiana de acero inoxidables. Vestía unas camisas que dejaban ver el precipicio que había entre sus pechos. Decía que las meseras, en Alemania, vestían así. La señora Carmen siempre hablaba raro, decía cosas como “mesera” en lugar de “camarera”, y se refería sin cesar a países lejanos, como si hubiera estado viviendo en ellos.

Una mañana me levanté sin olisquear el aroma ocre, a melancolía, del colador. Los ruidos seguían en la cocina: el pastor arañando la puerta, mi padre maniobrando la fiambrera y el cerrojo de la escopeta comprobando su fluidez. Me levanté, esquivando la máquina de coser que mi madre no había tenido fuerzas para recoger, me asomé al quicio de la puerta cuando él se vestía el tabardo verde. Papá, ¿y el café? Le pregunté. Me miró, me sacudió el cabello, y dijo: hoy no tengo tiempo, hoy lo tomaré en el bar. Mi madre ya no encontró el café tibio al despertar, justo a la temperatura de la vista cansada, y yo recordé que mi padre nunca nos prometió el café caliente.

A mi madre le tocaba un beso y a mí un pedazo de pan.